Ya regresan las partículas negativas. Están en el aire.
Llegaron tras la lluvia de estrellas celestes.
Acto seguido de la tormenta azul de meteoritos.
Se fijan a mi piel.
Me lanzo al agua fría de la fuente, en el parque.
A pesar de ser invierno.
Más no se marchan de mi dermis.
Son como escamas de pescados.
-¡Venid a verlo!
Gritó un niño gordito.
Le lanzo, con fuerza, una caracola, y le roza la oreja
derecha.
Dejó de gritar, pero ya hay mucha gente a mi alrededor.
Observan mis brazos y mi rostro, de escamas infinito.
Miradas de miedo, de asco, de curiosidad.
Niños y adultos, atónitos.
Contemplando mi continua metamorfosis de pez sideral.
-¡Qué pasa! Grito con todas mis fuerzas.
Me salen pompas de la boca. La gente se aparta.
-¡Tiene la rabia! Vocifera una vieja.
Todos corren. Desaparecen por las callejuelas estrechas y
empedradas.
Me desnudo. Tengo el cuerpo completamente cubierto de
escamas.
Las piernas han desparecido, se han convertido en aletas.
Lo mismo ocurre con mis brazos.
Nado, en círculos, como pez en el agua.
El niño gordito ha vuelto. Apoya sus manos en el filo de la
fuente.
Asoma su cabeza, lentamente. Fuerza la vista, buscándome,
bajo el agua.
De repente, saco la cabeza, y con mirada de Herodes, le
enseño mis afilados dientes.
El niño desaparece a la velocidad de la luz. Solamente se oyen
sus gritos:
-Una piraña, se ha convertido en una piraña...
El desagüe me absorbe y, tras recorrer multitud de tuberías,
estoy en la mar.
El agua salada inunda mis branquias.
Me asomo a la orilla de la playa solitaria.
Distingo, sobre la arena blanca, una sirena varada, rodeada
de estrellas de mar.
-¡Te estaba esperando!
Se arrastra hasta el agua y me rozan sus cabellos, suaves y
dorados.
Ya regresan las partículas positivas.
Llegaron con las caracolas. Están en la mar.